Un
encuentro de catequesis con chicos de la calle, suele ser difícil. En
ciertos momentos, la alegría y el
desorden ganan la situación.
Al
no tener contención en sus casas ni conocimiento sobre lo que está bien o mal, desconocen el respeto
a la palabra de Dios y se hace complicado hablar con ellos. Muchas veces llegan a un hogar de día, sin
haber escuchado nunca la palabra; Cristo. Son tierra sin arar, vírgenes de Dios
y cargando en sus mochilas; castigos, maltrato y peores dramas. Durante algunos años fui catequista en un hogar de día, se llama así a un centro que recibe a los niños y adolescentes y los atienden como si fuese un hogar.
Una
mañana me sucedió una anécdota que aún hoy a pesar del tiempo me hace sonreír.
Les
pido que habiendo leído la situación del grupo,
imaginen a una catequista, frente a quince chicos adolescentes. Con un
ayudante de diecisiete y con el mismo origen; la calle.
“Habíamos
comenzado el encuentro de catequesis y no lograba controlarlos, se movían,
hablaban, otros gritaban. Pedí varias veces silencio, imposible. Al fin,
cansada, me paré frente a ellos, sin decir
palabra, los miraba. Algunos entendieron el mensaje, otros continuaron
con el alboroto.
El
ayudante, Matías, grito: ¡¡Cállense la boca!! y agregó unas palabrotas imposible de transmitir aquí.
Se
hizo silencio.
Yo, horrorizada miré a Matías y le dije:
—¡Matías,
esa no es forma de hablar…!
—Rosa
esa es la única forma que entienden, mire, todos en silencio…
Era
cierto, las palabrotas los había
calmado.
—Es
el idioma que entienden —dijo Matías— el
que hablan en sus casas”.
Recordé
a Jesús enojado con los mercaderes del templo y pensé que a veces es necesario hacerse
oír. Y aunque parezca extraño, desde ese día aprendieron a guardar silencio, no tuve necesidad de volver a
enojarme, si hablaban demasiado, les preguntaba en tono de broma:
—¿Llamo
a Matías para que los haga callar?
—¡Noooooo…!
—era la respuesta.